jueves, 10 de abril de 2014

DIEZ GRANDES FINALES DE LA HISTORIA DEL CINE

INTRODUCCIÓN

Los que escriben o hemos escrito en un periódico (y esperamos volver a hacerlo) estamos familiarizados con una expresión que, en sí, concentra todo el concepto de "buen reportaje": "Atar la morcilla". Por muy rítmico que sea el texto, por muy fácil que sea su lectura, por mucha información que aporte, si no tiene un final redondo se queda en un mero ejercicio literario. Hay que acabar bien, con un dato inesperado, con una expresión descriptiva, con algo que deje al lector mirando la página durante unos segundos, con la sensación de que el texto le ha aportado algo. Así, también, ocurre con el cine. Como dijo Cecil B. De Mille: "Una película debe comenzar con un terremoto e ir luego in crescendo". Así es. El ritmo, los reveses de la trama, las ondulaciones del guión, la fuerza de los personajes, debe ser coronado por un final que impacte a los espectadores, porque en muchas ocasiones será la escena que más recuerden. Aristóteles y su concepto de "catarsis": la liberación de todos los sentimientos que el espectador ha ido acumulando a lo largo de la observación de una pieza artística. 
Así que un mal final puede estropear una película interesante, pero un buen final raras veces salvará una mala película. Porque una película, como el propio término parece insinuar, debe ser un contínuo, una concatenación de conceptos que fluya y que suscite en el espectador diferentes emociones. El final, así, debe presentirse, en ocasiones ansiarse, pero jamás predecirse. 
En esta bitácora intentaré ejemplificar toda esta perorata con diez grandes finales de la historia del cine. Finales que nos atrapan, que nos zarandean, que nos vacían, que nos asombran, que compendian todo lo que hemos acumulado a lo largo de la película, y que nos fuerzan a expulsarlo como un géiser. La lista no tiene orden, porque sería absurdo. Excepto en el primer puesto. Ahí sí. Creo que es el mejor final que se haya rodado jamás.


1. EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES, DE BILLY WILDER

El Crepúsculo de los Dioses (Sunset Boulevard en el original) es un Wilder extraño. En ocasiones, da la sensación de que no es una película del genio austriaco. Sí, tiene mordacidad, es áspera, cómica en ocasiones, pero ahonda en la psique de los personajes de una manera casi clínica. Es una película fascinante, pero rara. Se han dicho muchas cosas sobre ella, incluso que contiene, cifrado, un mensaje satánico. ("El crepúsculo de los dioses" es un verso de la Biblia Satánica del satanista Anton Lavey. Se encuentra justo antes de la parte en la que satán se apodera de la tierra. Pero, claro, en este caso el satánico sería el traductor de la película al español, no Billy Wilder... ¿o sí?). 
Gloria Swanson, una superestrella del cine mudo, era rescatada de las tinieblas por Wilder para rodar su propia vida. Swanson está tan convincente en el papel de Norma Desmond que da la sensación de que ella misma es una mujer enloquecida por el silencio de los días, tan atronador, por el olvido de una época dorada, por la decadencia del presente y por la añoranza de los oropeles del pasado. Probablemente, así era en verdad Gloria Swanson. No voy a destripar la película, el triángulo entre un joven guionista (William Holden), una estrella olvidada, y su marido, un director de cine absolutamente anulado por su esposa, e interpretado por el gran Erich Von Stroheim. El guión es tan redondo, que se da una enorme incongruencia desde el principio y no rechina. Obviamente, para los que no la hayáis visto, no la voy a destripar.
El final es portentoso y, además, una gigantesca muestra de amor. El marido de Norma Desmond monta un plató en su propia mansión en Sunset Boulevard, para hacer creer a su trastornada esposa que sí, que es cierto, que De Mille ha vuelto a llamarla para hacer Salomé. Norma Desmond, fuera de la realidad, como poseída por el espíritu de su pasado, ofrece una rueda de prensa imaginaria. Luego, como ya ajena a este mundo, apela a los espectadores: "Esa gente maravillosa que nos mira desde la oscuridad". Y se acerca, en una escena casi terrorífica, hacia la cámara, como un fantasma, perdida en la neblina de su mente. 
"Señor De Mille, estoy lista para el primer plano".



2. CENTAUROS DEL DESIERTO, DE JOHN FORD

Un final icónico, y que siempre aparece en las listas de los mejores de la historia. Y no es para menos. Es difícil sentir lástima de los personajes de John Wayne pero, diablos, aquí la siento. El amor es el motor de esta obra maestra, de esta Odisea moderna. Ethan Edwards está tan enamorado de su cuñada Laurie (Vera Miles) que atraviesa el desierto, la nieve, los disparos, las flechas, la sed, el hambre... todo, para recuperar a su sobrina Debbie, raptada por los indios. Pasan los años, los hombres regresan, molidos, pero con Debbie en brazos. Ethan, que ha hecho todo este sacrificio por su cuñada, espera de ella un guiño, un beso, una caricia... pero nada. Y, solo, humillado, sintiéndose utilizado, pero al fin redimido, hace un ademán de seguir a sus allegados, que se pierden en la oscuridad de la casa. Ya son historia. Da un paso pero se detiene. Gira, medroso, como no queriendo girar. La cámara retrocede y enfoca sólo la puerta, como en un cuadro de Rembrandt, y a Ethan, que se aleja despacio hacia otra vida, quizá mejor. En esta, ya no sirve. 


Por cierto, por si tenéis curiosidad, el operador de cámara de esta escena sublime es Winton C. Hoch.


3. RAÍCES PROFUNDAS, DE GEORGE STEVENS

Shane es uno de los grandes westerns de la historia. Shane también es el nombre del personaje de Alan Ladd, un hombre que llega de la nada a una pequeña granja de Nebraska. Llega con el alma herida y con rabia. Quiere ser necesario, servir de algo, para curar esa llaga. Fascina a Joey (Brandon De Wilde), el pequeño de la familia Starrett, que ve en él el coraje que le falta a su padre para enfrentarse a los cuatreros que lo extorsionan. Shane pasa por la granja como una ciclón. Su huella es honda. En un final hermoso como pocos, Joey lo persigue mientras se aleja despacioso a lomos de su caballo. Joey ve alejarse con Shane a esa otra vida que pudo tener, pero también, como en una epifanía, comprende que nada volverá a ser como antes. Sus gritos aún retumban en las montañas de Nebraska.



4. LA DOLCE VITA, DE FEDERICO FELLINI

Nadie "ata las morcillas" como Fellini, probablemente el único cineasta, en sentido estricto, de la historia del cine. Inolvidable es el rostro de esperanza de Cabiria mientras unos jóvenes romanos cantan y bailan en torno suya, o ese viento que lo purifica todo al final de Amarcord, o el desfile de todos los fantasmas de Guido Anselmi en el remate, apoteósico, de Ocho y Medio. Sin embargo, me quedo con el de La Dolce Vita. Esa pelea constante contra sí mismo de Marcello Rubini, el periodista que interpreta Mastroiani en uno de sus grandes papeles, que ya es decir, se condensa en un final onírico pero crudo, hermoso pero terrible. Amanece después de una larga jornada hacia la noche, tras una orgía desenfrenada, un exorcismo brutal, un dragar de almas y cuerpos. En la playa, como encarnación de todo el tráfago, de todo lo banal, de todo el ruido y la furia, aparece un monstruo marino. Nadie se atreve a mirarlo. Una mujer vomita. Es horrible. En medio del asco, aparece una niña, a la que Marcello había conocido en un restaurante al aire libre, mientras escribía su novela, cuando creía que podía vivir, que podía salvarse de esta decadencia que aún arrastramos. La niña lo llama. "No te oigo", le responde Marcello. Todo está perdido. Marcello vuelve con su cuadrilla. No hay nada que hacer. La niña nos mira. Y nosotros, ¿podremos librarnos de este sinsentido?


                               


5. CINEMA PARADISO, DE GIUSEPPE TORNATORE

Nadie puede resistirse al final de Cinema Paradiso. Es tal la emoción que uno va acumulando a lo largo de la historia de Totó y Alfredo, tanta la ternura y tanta también la tragedia, que es inevitable llorar a moco tendido. Es hermosa la película de Tornatore. Tan hermosa como la amistad y la pasión. Por eso, comprobar que aún más allá de los años y su espuma, Alfredo le regala a Totó algo tan bello, nos conduce a un mar de lágrimas. ¿Qué le regala? Vean la película, si no lo han hecho ya. Y, de fondo, ese memorable canon de Morricone, para rematar. 


                               



6. CUENTO DE TOKYO,  DE YASUJIRO OZU

Cuento de Tokyo es una de las grandes películas de todas las épocas. Como ocurre con los grandes hallazgos del arte, Ozu quiere contarle al mundo qué fue de Japón después de la Segunda Guerra Mundial, pero lo que le sale es una terrible alegoría de la soledad, la decepción, el irrefrenable paso del tiempo, el egoísmo, la codicia. Esta pareja de ancianos, abandonados por todos menos por su nuera, que se convierte en una suerte de hija adoptiva, vuelve a su pueblo natal tras unos días terribles en Tokyo visitando a sus hijos. El tiempo pasa. La vida se acaba. Y todo fluye ahí afuera, como el río. 


                                 


7. EL ESPÍRITU DE LA COLMENA, DE VÍCTOR ERICE

El Espíritu de la Colmena es una obra de arte, no sólo una película. José Luis Alcaine se inventó una fotografía color miel para dar la sensación de que los personajes viven dentro de una colmena. El guión, del propio Erice y Ángel Fernández Santos, discurre como una novela del realismo mágico. Los planos, diseñados al milímetro, son pura magia. La cámara se mueve como una abeja por la casa solariega, por el pueblo, por el cine, por la vida de esta familia burguesa, aplastada por el peso de la moral y la posguerra, a punto de desintegrarse. Sin embargo, Erice no hace alegorías. El Espíritu de la Colmena es por sí misma. El mundo no es el nuestro, sino el de ella. La realidad es la que entra a través de los ojos de Ana Torrent, que ilustran orgullosamente la cabecera de este blog. Lo demás pertenece a otra dimensión, de la misma que llega ese republicano que se escapa de los soldados franquistas que se aprestaban a fusilarlo. Eso ocurre en otra dimensión. Ana y sus epifanías lo toman por un espíritu protector, como una suerte de puente a otra vida mejor. Quiere irse con él. "Soy Ana. Soy Ana"... no existe un final más bello en la historia del cine. 


                             


8. LA SEÑORA MINIVER, DE WILLIAM WYLER

Una de las grandes películas sobre la Segunda Guerra Mundial. Como ya hiciera en Los Mejores Años de Nuestra Vida, Wyler se centra, no en lo puramente bélico, sino en cómo el horror de la guerra destruye las esperanzas de la población civil. En este caso, la acción se desarrolla en un pequeño pueblo inglés. La familia Miniver, de clase media-alta, vive en un idílico cottage, hasta que la guerra lo devasta todo. Más que una devastación física, que también, se trata de una devastación moral. Wyler enfoca la película desde el punto de vista de las mujeres: la fuerte Kay Miniver (una excepcional Greer Garson) y su nuera Carol, la no menos excepcional Theresa Wright (ambas ganaron el Óscar por esta película, una a la mejor actriz, y la otra a la mejor secundaria). Las dos ven cómo su entorno se degrada, como el hijo y marido abandona sus sueños de estudiar en Oxford por alistarse en la aviación. No destriparé más, pero la película tiene momentos grandiosos. El final es para conmoverse. Con el pueblo en ruinas, con la iglesia destruida, el vicario larga un sermón que va más allá de lo meramente cristiano (una pátina que cubre toda la película) para apelar a nuestro estómago, a nuestras vísceras, a los vínculos invisibles que nos unen. Henry Wilcoxon, el actor que interpreta al cura, escribió el texto en una noche junto al propio William Wyler. Causó tanto impacto que Roosevelt lo incorporó a alguno de sus discursos y fragmentos del mismo se escribieron en octavillas que se lanzaron sobre varias ciudades ocupadas por los nazis. 


                         

Lamentablemente no he encontrado la pieza en castellano. Pero casi no necesita traducción. El final es apoteósico: "Esta es la guerra del pueblo. Es nuestra guerra. Nosotros somos los que luchamos. ¡A luchar, pues! ¡A luchar con toda nuestra alma!" Es un discurso que aún suena fresco hoy. Hoy, quizá más que nunca. Y me hace recordar a un cura con gafitas y nariz carnosa que hace guiños a una Guerra Civil. Y nunca pasa nada. 
Nota: Por favor, obvien lo que viene después del discurso.


9. DOCTOR ZHIVAGO, DE DAVID LEAN

David Lean. Ay, David Lean. Quizás el mejor director de siempre. No se puede decir que termine bien sus películas. Es que sus películas son enciclopedias del buen cine, de la buena dirección, del montaje, de la fotografía, de la acción, del ritmo, del guión... Ver Breve Encuentro es interiorizar una historia de amor que cualquiera puede vivir. Ver Lawrence de Arabia es frotarse los ojos ante la fascinación que consigue transmitir Lean en una película de casi cuatro horas y que NO ABURRE. Todas las películas de Lean tienen un final memorable. Todas. Ese sarcástico "no sé, no sé" de Trevor Howard al final de La Hija de Ryan. Pero el de Doctor Zhivago es pura magia. La novela de Pasternak nos dibuja una historia de amor en medio de la Revolución Rusa. Lean nos dibuja una Revolución Rusa en medio de una historia de amor. Los corazones palpitan a lo largo de todo el metraje. Y, después de todo el fango de la guerra y del amor, ¿qué queda? Alec Guinness, alto mando del nuevo gobierno ruso, se da cuenta de que lo que queda es la piel, la sangre, los abrazos y las lágrimas. Busca a su sobrina. A la hija que Yuri tuvo con Lara. La guerra lo ha borrado todo, pero él sospecha que es una joven campesina. Pero los recuerdos también han sido borrados. Entonces, la joven se cuelga una balalaika al hombro. Guinness la ve y, como en una epifanía, recuerda la balalaika que tocaba Zhivago. 
"¿Sabes tocar la balalaika?"
"¿Qué si sabe? ¡Es una artista!", responde el novio de la joven
"¿Y quién le enseñó?"
"Nadie le enseñó"
"Ah, entonces es un don". 


                      


10. ALGUIEN VOLÓ SOBRE EL NIDO DEL CUCO, DE MILOS FORMAN

¿Quién es realmente Randle MacMurphy? ¿Un espíritu libre que vive contracorriente? ¿Un cínico? ¿Un vago? ¿Un don nadie? ¿Un mesías? Alguien Voló sobre el Nido del Cuco siempre me obliga a plantearme muchas preguntas. Esa, seguramente, era la intención de Ken Kesey, el autor de la novela, y de Milos Forman, el hombre que la llevó al cine. ¿Es el hombre realmente libre? ¿Qué hay más allá de estos muros, como planteaba Platón en su Caverna, de la que decididamente bebe la novela de Kesey? ¿Deposita MacMurphy sus huevos en nido ajeno, como hacen los cucos, o simplemente Jefe vislumbra la vida de su amigo como el camino que él mismo está siguiendo? ¿Se va Jefe en busca de la libertad o simplemente quiere ver que hay detrás de los muros? ¿Qué ve realmente el personaje de El Grito de Munch? 


                           













martes, 1 de abril de 2014

UNÍOS Y VENCERÉIS (V): ATRACO A LAS TRES

España, 1962. 96 minutos. Dirección: José María Forqué. Reparto: José Luis López Vázquez (Fernando Galindo), Cassen (Martínez), Gracita Morales (Enriqueta), Manuel Alexandre (Benítez), Agustín González (Cordero), Alfredo Landa (Castrillo), Manuel Díaz González (Don Prudencio), José Orjas (Don Felipe), Katia Loritz (Katia Durán). Guión: Vicente Coello, Pedro Masó & Rafael J. Salvia. Música: Adolfo Waitzman. Fotografía: Alejandro Ulloa. Montaje: Pedro Del Rey. Dirección Artística: Antonio Simont. Glorioso Blanco y Negro. 



INTRODUCCIÓN

No son buenos días. Me veo en la obligación de ceñirme al título de esta bitácora anárquica: Cine para Días Terribles. Algunos, en efecto, son más terribles que otros. Y llega aquí la pregunta: ¿Tiene el cine la capacidad de curar? Ojalá. Ojalá ver una película que cuente cosas llegase a mitigar el dolor. De lo que estoy seguro es de que el cine alivia. Alivia el corazón y resetea el alma. Si tras ver una película el corazón no canta y no nos sentimos como iluminados por dentro, esa película no merece la pena. Decía en el anterior capítulo, el dedicado al musical, que veo Cantando Bajo la Lluvia cuando estoy triste. Ese alivio dura acaso un instante, pero el bienestar permanece en nuestras coyunturas, en nuestros hilvanes, en nuestras comisuras, que siempre han sido y siempre serán. De lo que estoy seguro es de que una ciudad sin cines es una ciudad menos sana. De que una casa sin películas es una casa más triste. Hay que ir al cine. Hay que ver películas. Películas como Atraco a las Tres, que es pomada para días terribles.

LA HABILIDAD DE FORQUÉ

José María Forqué ha pasado a la historia por ser uno de nuestros más grandes directores, versátil, en ocasiones incómodo y, sobre todo, hábil. En sus inicios coqueteó con el cine de propaganda, pero según adquiría cierto prestigio en la industria, comenzó a realizar películas más comprometidas. Lejos de los dogmas "militantes" de la época, Forqué abogaba por realizar películas en las que, bien reclamaba una reconciliación nacional imposible, bien, de manera sibilina, una justicia social aún más imposible. Compromiso, denuncia, pero también ironía, que es el mejor camuflaje para las ideas "molestas", fueron las señas de identidad del director zaragozano. Recordemos la gran Amanecer en Puerta Oscura, Oso de Plata en Berlín, y una alegoría de la justicia social que escaseaba y vuelve a escasear en estas Españas nuestras. Disfrazada de las andanzas de un grupo de bandoleros, la ironía llega cuando el Nazareno de la procesión de Jesús El Rico, en Málaga," indulta" al romántico ladrón interpretado por Paco Rabal.

     
                              

Así ocurre en Atraco a las Tres. En su estreno se la emparentó con la moda de películas que había iniciado la francesa Rififí, versioneada luego por Mario Monicelli en Rufufú (superior esta última a la original), y que consistían en el robo de un banco o de una joyería por parte de ciudadanos comunes (Rufufú fue homenajeada por Woody Allen en Granujas de Medio Pelo). Sin embargo, el motor de Rufufú es la venganza y el de Rififí la picardía. El de Atraco a las Tres es, por el contrario, el intento de supervivencia de unos empleados de banca hartos de la rutina, de la burocracia, de un aislamiento que es el de toda España. Habilmente, Forqué convierte la historia cómica de unos desventurados en una sátira desesperanzada e hiriente de la realidad grisácea de aquellos años. Disparar contra la dictadura hubiese sido demasiado simple. Forqué dispara contra los españoles, los medrosos, impávidos e inmóviles españoles. Eso sí que es una sátira.

Unión "a la española"

Somos curiosos los españoles. Ocupamos los primeros puestos de la clasificación general de la solidaridad, quizás a causa de un impulso católico, una pátina de caridad. Si sirve, bien está. Sin embargo, no somos capaces de hacer nada unidos. Salimos a la calle si nos bajan al equipo a Segunda o si los árbitros nos pitan dos penaltis seguidos, pero el recrudecimiento de la pobreza nos la trae al pairo. A veces, como quizá también entendió Forqué, tenemos lo que nos merecemos. Nos cuesta unirnos y, aún más, ofrecer soluciones. A excepción de honrosísimas excepciones, España es una nulidad en cuanto a pensamiento crítico. A nosotros lo que nos gusta es presumir de esos axiomas tan falsos como deprimentes: "Como en España no se vive en ningún sitio" "A mí que no me quiten el jamoncito y la paella". "Vaya sol y vaya playas que tenemos". Oiga: métase el jamoncito por donde amargan los pepinos. 
Nos cuesta unirnos. De hecho, ese Atraco a las Tres más parece una cuenta que nunca termina que una hora fijada para el atraco. Atraco a la una, a las dos, a las tres, a las tres y medio, a las tres y tres cuartos... Nos cuesta tomar decisiones. Y a los que las toman, o a los que se atreven a insinuarlas, caña. Fernando Galindo (por cierto, Galindo es el segundo apellido de José María Forqué) se atreve a poner sobre el papel un plan para desvalijar el banco en el que trabaja y tener una vida mejor. Sí, es una canallada, pero es que el director del banco es un canalla. 


                                   

Más que un canalla, Don Felipe es el prototipo de mamporrero, ese que en España suele llegar alto. Engolado, temeroso de dios y de los hombres, que ejerce su poder porque alguien le ha dicho que lo haga. Al pobre Don Prudencio lo han jubilado por creer que el dinero es un bien común y que con él puede ayudar a los que más lo necesitan. Que puede dar créditos que dan una lámina de esperanza a quienes los reciben. Don Prudencio es fulminado en algo así como un golpe de estado. La decisión sulfura a los empleados. Algo hay que hacer, y ese algo es un atraco, un ataque al sistema. 


                                    

El reparto es grandioso. Todos los tópicos están representados: el gallito, torpe y soñador Galindo. El miedoso Castrillo, la descarada Enriqueta, el pragmático Cordero, el descreído Benítez. Y ese personaje alocado, rayano en la esquizofrenia, absolutamente delirante, que es Martínez, el chico de los recados que interpreta Cassen. Toda España en seis personajes. 
El plan suena bien, pero desde el primer momento se sabe que será una chapuza, como no podía ser de otra manera. Eligen para conducir el coche al único que no sabe conducir. Le quitan al hijo de Martínez las pistolas de juguete que le han traído los Reyes para simular revólveres. Todo es improvisación. Además, el objetivo no es noble. En realidad, la insurrección lleva implícita desplumar a los clientes del banco por llevar una vida de estrellas de cine. Soñar es lícito. Siempre. 

Un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo

Todo se tuerce cuando entra en escena Katia Durán, una cabaretera que obnubila a Galindo. Ingresa sumas enormes en el banco. Para Galindo es el confeti de las fiestas a las que nunca podrá ir, el champán de las cenas de gala, esa otra vida, quizá sobrevalorada pero, qué diablos, vida al fin y al cabo. 


                                  

Esa España servil y melindrosa, que babea ante lo que llega de fuera, mutilada y masoquista, se encarna en la actitud del empleado de banca. Al final, todo es celofán, y Katia no es más que el gancho de una banda organizada que atraca el banco a la misma hora que los pobres empleados. Esa fatalidad carpetovetónica, esa negrura en el horizonte, es lo que termina por frustrar los sueños de unos personajes que somos nosotros, que vuelven a su monotonía y a su burocracia y a su tedio, y a esperar que las cosas mejoren solas. Vuelven a su resignación de buen ciudadano.


Corolario

Un reparto como el de Atraco a las Tres asegura una comedia con galones. La película tiene gags memorables, pero siempre con ese trasfondo agrio y oscuro, como deben ser las buenas comedias. Si no la han visto, véanla. Se darán cuenta de cómo en 52 años hemos cambiado poco o nada y seguimos arrastrando los mismos lastres. Al menos, Galindo y compañía lo intentan. Y eso, hoy día, ya es mucho.